Decisiones de Marzo

14.12.2019

                                                                                                                          A Isabel Bucio Moreno


Molesta por lo que había dicho su mamá, Teresa comenzó a empujar la carretilla con pesadez. Ezequiel, el hermano mayor de Teresa, aún no regresaba de la vocacional ocho. Ezequiel tenía una clase de inglés que lo obligaba a levantarse desde las seis de la mañana para volver a las cuatro de la tarde a su casa los días sábados. Raquel, la madre de Tere, tenía que preparar la comida para su marido antes de las tres de la tarde, así que mientras la licuadora molía la sandía, Raquel estaba enjuagando la carne, pensando en los ingredientes de la salsa y meditando en cómo distribuir el dinero del gasto. En la casa de Teresa dominaba un ambiente de silencio y quietud hasta que desde el fregadero de la cocina Raquel le gritó a su hija que se asomara a la calle y buscara al camión repartidor de gas. Teresa dejó de ver la televisión y obedeció en el acto a su mamá. Movió su pequeño y fuerte cuerpo de niña entrada en la adolescencia y partió de la sala hacia la puerta de metal que marcaba la frontera de su casa con la calle. La abrió para salir y mirar en dirección sur en busca del camión amarillo, viejo y desgastado que repartía los tanques de gas en su colonia. No vislumbró nada. Luego, caminó un poco para asomarse a una calle paralela a su casa donde usualmente el camión llegaba a estacionarse varias horas frente a una tortillería a la sombra de un pino enorme que desquebrajaba con sus raíces la banqueta, pero en ese lugar tampoco estaba. Teresa regresó para decirle a su madre que no había encontrado el camión repartidor de gas, pero antes de poder soltar palabra escuchó la orden.

-Dile a tu hermanito que te acompañe y ve por el tanque a la casa del señor Fernando.

Teresa miró extrañada a su madre.

-¿Y cómo me lo llevo?

-Súbelo a la carretilla. La llave para que quites el tanque está en el cajoncillo debajo del fregadero. Ya puedes cargarlo, así que ve.

Teresa abrió el cajón de mala gana y tomó la llave que servía para desatornillar el tanque de gas. Luego fue a cambiarse la falda que traía por un pantalón de mezclilla, se quitó los zapatos para ponerse sus converse color vino y sólo se dejó puesta su playera negra, hasta los calcetines se cambió para ir por el gas. Después caminó al patio en busca de su hermanito, al salir al patio el radiante sol de marzo que la deslumbro e ilumino su cabello castaño la puso de malas.

-Ven para acá. Acompáñame por el gas.

Adriel dejó caer la escoba que intentaba balancear por todo el patio en la palma de su mano.

-Pero me llevas en la carretilla.

Teresa cerró los ojos por un instante al mismo tiempo que los músculos de su cara se tensaban.

-Sí, sí, anda, acompáñame.

Adriel corrió junto a su hermana. Fue con ella a la parte trasera de la casa y la miró utilizar la llave de tres cuartos de pulgada para desconectar la manguera que unía la tubería del gas con el tanque.

-Ve por la carretilla, está cerca del zaguán. Tráela y fíjate si tiene aire la llanta.

Adriel fue corriendo para obedecer la orden de su hermana. Regresó arrastrando los pies, Adriel estaba jugando a que traía piedras muy pesadas en los zapatos y que le costaba trabajo caminar. Se colocó Adriel a un costado de su hermana y entre los dos tomaron el tanque para subirlo con cierta facilidad en la carretilla.

-Adelántate. Ve y ábreme la puerta mientras yo empujo esta cosa.

Adriel se echó a correr con su enorme vitalidad de niño bien nutrido, ágil y un poquito regordete para abrir de par en par la lámina de metal azul que era la puerta, esperó a que su hermana apareciera con la carretilla y a que terminara de salir para cerrarla. Pero un pocoantes de lograr esto la mano de su madre se interpuso para sostener la puerta justo antes de que se emparejara. Raquel salió y miró a Teresa con algo de arrebato y le dijo:

-No se vayan a tardar. Ya sabes que si llega tu papá temprano y no está la comida se va a enojar. Acuérdate lo que pasó hace quince días. ¿O quieres que te pegue otra vez? Así que no se tarden.

Teresa terminó de enfadarse. Su madre cerró la puerta y regresó a la cocina.

-¿Me llevas?

-Espérame.

Adriel miró ansioso el momento en que su hermana terminaba de bajar la carretilla del concreto gris de la banqueta al concreto negro de la calle cuarteada por las lluvias y los enormes camiones que con su peso iban haciendo disparejo el pavimento.

-¿Ya me puedo subir? -preguntó Adriel sin esperar respuesta.

Dio un brinco y se colocó junto al tanque de gas en la carretilla.

-Hasta la esquina y te bajas.

Teresa comenzó a empujar la carretilla con pesadez. Entre el peso de su hermano y el del tanque de gas no faltó momento en el que Teresa estuviera a punto de irse de lado rumbo al suelo con niño y carretilla. Su hermanito intentaba mantenerse quieto pero los baches de la calle no fueron estorbos pequeños por librar cada vez que pasaban por un hoyo en el asfalto, Teresa sentía que su hermanito terminaría aplastado por la carretilla y el tanque de gas.

A punto de acabar la calle había un tope, Teresa empujó con fuerza la carretilla, apresuró el paso y casi corriendo se quiso pasar el tope, Adriel al sentir los movimientos cada vez más veloces de su hermana y se sujetó nervioso de la carretilla, cerró los ojos al verse cerca del tope.

Esperó Adriel el momento de sentir el choque de la llanta con el concreto estorboso.

Cuando sucedió el impacto de la rueda con el tope, Adriel primero soltó un grito de espanto, luego cuando el movimiento de la carretilla lo hizo levantarse unos centímetros de su lugar, apretó los dientes para al final soltar un grito espantoso porque cuatro de sus dedos de la mano izquierda fueron aplastados por el peso del tanque de gas que le cayó en la mano.

Su hermana, al escucharlo llorar, olvidó que tenía que apresurarse a regresar con el tanque de gas a su casa y plantó al instante la carretilla en el suelo, dio un paso y medio para acercase a su hermano, al tenerlo a su alcance lo abrazó con todo el cariño que le tenía. Después le sostuvo su mano lastimada entre las suyas, le besó la frente y las mejillas, lo abrazó conmovida para decirle que ya no llorara, que estaría bien, que lo quería mucho, que no fuera a decirle nada a su mamá porque los iban a regañar a los dos. Adriel, después de recibir caricias y lindas palabras, comenzó poco a poco a tranquilizarse. Cuando Adriel se pudo calmar y mirar su mano, se dio cuenta de que tenía sus dedos amoratados. Teresa, al ver la mano hinchada de su hermano, le besó la frente, le limpió los mocos que habían fluido de su nariz con el reverso de su playera y esperó a que dejara de llorar.

-¿Quieres ir por un tepache?

Adriel guardó silencio, luego levantó la vista y observó el inicio del tianguis de los sábados. Teresa esperó un instante la respuesta de su hermano, pero al no escuchar nada tomó las horquillas para levantar despacio el peso de su hermano junto con el del tanque de gas.

Comenzó a empujar. Dio varios pasos con lentitud para no incomodar a su hermano. Después empezó a caminar normalmente. Pasó por una calle paralela al tianguis y cuando estuvo a punto de dar

la vuelta para entrar a la calle de la iglesia escuchó decir a su hermano.

-Espérate. Sí quiero un tepache.

Teresa acomodó la carretilla en el suelo para que su hermano bajara, metió la mano en el bolsillo donde traía el dinero para darle cuatro pesos, pero antes de que pudiera sacar las primeras monedas Adriel salió corriendo rumbo al tianguis. Teresa lo miró alejarse y perderse entre los puestos de lonas naranjas sujetadas con mecates a estructuras de metal oxidado que eran los postes de luz de colonia. Su hermanito regresó después de tres minutos corriendo con dos bolsitas de líquido anaranjado y con un trozo grande de hielo en el interior. Cuando le estiró la mano para darle su tepache, Teresa, extrañada, le preguntó cómo lo había pagado.

-Me los robé.

Teresa comenzó a reír en silencio, mientras veía con cariño a su hermano, tomó la bolsita de tepache con hielo y le dio un trago con el popote, estiró su mano para sujetar la mano herida de Adriel y se la llevó a sus labios para darle varios besos.

-Vámonos ya, súbete a la carretilla.

-Mira un pinacate.

-No lo vayas a pisar...

Muy tarde dijo esto Teresa. El pie de Adriel aplastó el escarabajo.

-Límpiate el zapato en el pasto -gritó Teresa. Adriel corrió hacia un camellón por el que pasaban, alzó un poco su pie y lo frotó contra el tronco de un árbol. Su hermana lo estaba viendo y sólo negaba con la cabeza.

-Te dije en el pasto -le gritó Teresa.

-No hay pasto -le respondió Adriel. Luego frotó su zapato en la tierra. Regresó arrastrando el pie hasta donde estaba su hermana como queriendo acabarse la suela del zapato y a la vez terminar con los restos del escarabajo. Adriel se trepó de nuevo alegre a la carretilla y Teresa, ya más despejada pero acalorada, comenzó a empujarla.

Avanzaron hasta el final de la calle de la iglesia y justo en la esquina, antes de dar vuelta, Teresa se acordó de algo y tuvo una idea.

-Espérame aquí. Cuida la carretilla. Ahorita regreso.

Teresa volvió hasta la barda de la iglesia por donde habían pasado, se paró frente a ella y miró en ambos sentidos de la calle, se dio cuenta de que nadie la observaba y estiró las manos para sujetarse del filo superior de la barda e hizo fuerza con sus brazos para cargar su propio peso. Se fue levantando con trabajo hasta que de un jalón logró sentarse sobre la barda. Luego dio un pequeño salto y se dejó caer adentro de la iglesia, observó que nadie la miraba, se fijó en un bote grande de pintura que agarró y recargó boca abajo sobre la barda. Después fue corriendo a hurtadillas hasta colocarse debajo de una estructura de metal que era alta, oxidada y rectangular, parecida a una torre eléctrica. Tomó con sus dos manos una soga gruesa que ahí se encontraba y comenzó a moverla. La campana de la iglesia empezó a sonar. El badajo golpeó con fuerza el metal tantas veces como le fue posible a Teresa ponerse a jugar con el humilde campanario de la pequeña iglesia de aquella cuadra en Coacalco.

Sólo dejó de mover la soga cuando el párroco salió asustado de la iglesia por el ruido de la campana al darse cuenta de qué era lo que estaba pasando. Teresa se sintió reconocida al ver al párroco porque él le había dado clases de catecismo hacía apenas dos meses, antes de que ella dejara de ir por flojera. Corrió rumbo a la barda lo más rápido que pudo, recargó un pie en el bote de pintura para impulsarse con potencia y brincar la barda. Cayó un poco de lado por la inercia, pero recuperó de inmediato el equilibrio, comenzó a correr hasta donde la esperaba su hermano y al llegar con él lo abrazó y ambos rieron a carcajadas por la travesura.

Años después, varios vecinos de la iglesia recordarían aquella tarde cuando las campanas sonaron a destiempo sin explicarse el por qué.

Después cruzaron con tranquilidad en sus almas las otras dos calles que les faltaban para llegar a donde vendían el gas. Al encontrarse en la calle indicada se detuvieron frente a un inmenso zaguán verde para tocar la puerta con los nudillos de la mano. Unos minutos después les abrió un tipo con pantalón de mezclilla embarrado de aceite y grasa. Usaba una playera blanca sin mangas, sucia como sus manos. Un rostro feo resaltaba de un cuerpo obeso, tenía el cabello largo hasta los hombros y lacio.

-¿Sí?

-Un tanque de a veinte por favor -dijo Teresa. El señor sin responder dio la vuelta para entrar en busca del tanque que le habían pedido. Al hacerlo, les dejó ver a los hermanos el enorme terreno donde vivía. Más tierra que casa, eso sí. Al parecer sólo había tres cuartos en aquel recóndito lugar del Estado de México, Lo demás era pura tierra enlodada. El señor regresó cargando el tanque en su hombro izquierdo para dejarlo caer de un solo movimiento y de golpe entre la carretilla y Adriel. Luego, el señor tomó el otro tanque y lo colocó a un costado de la puerta, puso el lleno sobre la carretilla y les dijo que eran ciento veinte pesos. Teresa contó el dinero qu llevaba para pagar y se dio cuenta de que su mamá le había dado unas monedas de más.

Le sobraban veinte pesos. Volvió a contar el dinero para confirmar lo de los veinte pesos. Guardó el cambio y pagó lo que el señor le dijo. Este tomó el tanque vacío y se lo echó al hombro derecho. Entró a su casa y cerró la puerta sin despedirse o contar el dinero que le habían dado.

Teresa giró a ver a su hermano llena de alegría.

-Ten diez pesos para que te compres algo.

Adriel agarró la moneda y se la llevó a la boca. Después de morderla y saborearla, la escupió en su mano izquierda -ya no le dolía- y la limpió de su saliva con su playera para guardársela en el bolsillo izquierdo.

-Me voy a comprar unas paletas.

-Pero me das una, ¿eh?

Para ese momento, ya se habían terminado el tepache y habían tirado las bolsas en una jardinera por la que pasaron los dos enérgicos y briosos hermanos.

Para cuando el señor les colocó el tanque de gas en la carretilla ya se habían tardado en regresar a casa.

Comenzaron el camino de regreso de una manera más calmada. El tanque pesaba demasiado como para ir aprisa, aun así Teresa tenía ánimos y podía empujar la carretilla sin hacer un esfuerzo excesivo.

Ahora Adriel iba caminando a un costado de la carretilla, siguiendo el ritmo de su hermana, sosteniendo con su mano derecha el tanque para que no se les llegara a caer.

Otra vez frente al tianguis, Adriel le dijo a su hermana que lo esperara. Teresa se quedó parada mirando cómo se alejaba su hermano. Fue entonces cuando vio a Emilio pasar por ahí. Se le notaba muy entretenido platicando con otros chicos, uno de ellos llevaba un balón de futbol en las manos. Emilio ya estaba en tercero de secundaria, era el amor platónico de su amiga Pamela y llevaba puesto el uniforme negro de su equipo. Se veía seguro y entusiasta por colocarse en la portería de la cancha. Seguro pierden, pensó Teresa.

Su hermano regresó rápido con una bolsita de paletas de a peso en la mano. Todas de diferentes colores; verde, azul, amarillo, naranja, etc.

-Mira, me robé un mango.

Adriel le enseñó a su hermana la deliciosa fruta del este del Bajío. Teresa sonrió pero al mismo tiempo negó con la cabeza.

Continuaron empujando ya con una marcada pesadumbre, la carretilla con el tanque de gas hasta llegar por fin a la calle donde vivían. Para ese momento, el sol de marzo se dejaba sentir sobre su piel de una forma abrazadora.

-Ayúdame a pasar el tope, pon el mango y la bolsita de las paletas sobre la carretilla y toma con las dos manos el tanque.

Adriel obedeció a su hermana. Ya estaban a punto de llegar a su casa.

Intentaron cruzar con cuidado el tope pero el desnivel, junto con el peso del tanque de gas y el sol de marzo, los venció. Se les fue de lado la carretilla. Alzaron los hombros y encogieron la cabeza pensando en el ruido que haría el tanque al golpear el suelo, pero la puerta de un Ibiza amarillo que estaba junto a la carretilla hizo lenta y menos escandalosa la caída del metal hacia el pavimento.

Teresa y Adriel se quedaron como sujetados cuando les pasó eso. No se movían, una puerta del coche se había abollado muchísimo. La pintura del tanque se marcó en la pintura del Ibiza, tenían que irse de ahí rápido. Se apresuraron a colocar el tanque sobre la carretilla con todas sus fuerzas y sus nervios. Y aunque les costó trabajo, lograron colocarlo en la carretilla, consiguieron ponerlo de nuevo sobre ella con cierta dificultad y facilidad a la vez. Se marcharon dejando tiradas en la calle las paletas y el mango. Empujaron la carretilla lo más rápido que pudieron hasta su casa, frenéticos de que alguien los estuviera siguiendo o los hubiera visto rallar con el accidente al Ibiza: no miraron ni una sola vez hacia atrás.

Llegaron a tocar el timbre de su casa como chiflados.

Les abrió su padre que había regresado temprano pero ni se inmutaron al verlo, se metieron corriendo a la sala y prendieron la televisión.

-Tere, me trajiste el cambio, porque te di veinte pesos de más.

Tere cerró los ojos por un segundo y fingió que no había escuchado a su mamá. Raquel se dio cuenta y enojada fue de la cocina a la sala a preguntarle de nuevo a su hija por los veinte pesos. Se parófrente a ella y le repitió la pregunta. Tere comenzó a llorar. Su papá, extrañado de ver a sus hijos entrar corriendo sin saludarlo después de haber metido la carretilla a la casa, fue a la sala y vio la escena de lo que estaba pasando.

-¿Ahora qué te pasa? -le preguntó con voz firme a Tere.

Adriel sintió la misma presión que su hermana y comenzó a llorar. Sus papás desconcertados guardaron silencio.

-Cálmate Tere. ¿Qué te pasa? Cuéntame, ¿por qué lloran?

Tere entre balbuceos le dijo a su mamá que se había gastado el dinero en unas paletas de hielo.

-Está bien, no te voy a regañar por eso -le contestó Raquel-. ¿Pero dónde están las paletas?

-Se me cayeron.

Adriel no decía nada, no podía dejar de llorar.

-Bueno, basta de lágrimas. Raquel, sírveme un vaso de agua.

Tere, Adriel, ayúdenme a poner el tanque de gas. Tere y Adriel se levantaron entre suspiros y sollozos para obedecer a su papá.

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